Si el Chimango hablara …

Según cuenta la historia -una historia bastante reciente por cierto- un verano cordobés cercano al final del periodo escolar, el protagonista de nuestra historia salía hacia una actividad típica de finales de los años 40s: día de campo. Hay detalles que ahora mismo desconozco. O porque no los recuerdo, o porque nunca los pregunté. Hoy el protagonista no está entre nosotros de manera que no puedo preguntarle. No hay testigos vivos o conocidos, o sea que toda fuente de información fue el protagonista: sujeto conocido por sus cuentos “decorados” (como todo cordobés hecho y derecho). Cualquiera de estas razones me habilita a rellenar esos agujeros con mi imaginación, como quien pasa la espátula cargada de enduido para rellenar grietas en los revoques.

Córdoba caaaapital, una mañanita de Octubre de 1949. Pantalones cortos, cinturón heredado que casi pega 2 vueltas a la cintura. Zapatos de cuero lijados de tanto “pelotear” en los recreos con ese trozo de mosaico que hacía las veces de pelota. En esa época todavía no habían salido las zapatillas Flecha de bordes dentados. Medias caídas, pero de esas que nunca habían estado arriba porque no tenían elástico. Nunca  tuvieron. Por entonces se usaban cordones para atarlos por encima de las pantorrillas, y los cordones ya habían sido destinados a otros menesteres: por ejemplo sujetar las gomas de la gomera ante la falta de alambre. Camisa blanca de mangas cortas, un muestrario de botones desiguales.

En la mano una bolsa de género cosida por esa madre que era más cocinera que costurera.  Por eso lo que realmente valía iba adentro: unos sanguches de salchichón primavera, fiambrín y tiras finitas de queso de cabra, envueltos en papel estrasa que te vendían con el queso cuartirolo. Si había suerte habían quedado unos huevos quimbos o algunas capias del fin de semana. La mayoría de las veces había que conformarse con merenguitos, de a pares, unidos con dulce de higo que la madre guardaba en cantidades en la despensa.  Junto a la vianda iba el equipo de explorador: un frasco de café Micoré vacío para juntar insectos, un pequeño cuchillo con mango de hueso que había comprado con sus ahorros en un mercado artesano de Deán Funes. Una lupa de mano que le había regalado hace unos años la abuela Mercedes y que había pertenecido al abuelo Migue (maestro, periodista, y amigo del santo cura Brochero, como le gustaba repetir a la familia).

Al llegar a la escuela los maestros hacían formar a los niños en el patio del colegio que tenía un algarrobo centenario en el centro. Sin que los maestros notaran su movimiento furtivo recogió dos algarrobas abiertas como castañuelas del cantero. “Para la vitrina de mamá”, pensó. Subieron a los niños en fila de a dos en dos al colectivo Desoto ’42 que solían usar para las actividades del colegio. Parecía un rezago militar de la guerra mundial. Pero no, había sido donado nuevecito y lo que parecían daños de esquirlas de un bombardeo era en el resultado de uso intensivo de una banda de niños del colegio: tapizados ajados, manillares sin manijas, ventanas sin herrajes.

En esta ocasión el destino del día de campo era la exploración de una zona rocosa de la época de los indios comechingones conocida como Ongamira, al final del valle de Punilla. El plan era simple: llegar un rato antes de la hora del almuerzo, corretear un rato jugando a cachurra monta la burra, almorzar, rezar el rosario siguiendo al padre Ygnacio junto a la ermita de la virgen que estaba al pie del promontorio mayor. Después de los rezos que ayudaban a elevar el alma (?), y de paso se favorecía a una mejor digestión, los niños debían iniciar una expedición de a 3 juntando restos de cerámicas, cuencos de piedra de molinillos, puntas de flechas, y cualquier cascotito que para la imaginación de un niño pudiera haber sido un adorno precioso de un cacique Sanavirón.

Nuestro niño estaba más interesado en encontrar cigarras que, ya entrado el verano, comenzaban a escucharse ensordecedoras durante la siesta. El frasco de café ya dejaba ver varios trofeos de la cacería infantil: una cabeza de cascarudo rinoceronte, dos escarabajos rojos (esos que se amontonaban en los carteles luminosos de la YPF, y una hormiga marabunta que en realidad era una hormiga común, pero para él era un ejemplar amazónico que habría llegado en algún canasto que traían cocos y bananas de alguna selva infestada de peligros salvajes.

De repente un chimango aparece de la nada y se posa elegante sobre un poste de la pequeña manga de madera que estaba junto al corral donde alguna vez encerraban cabras batarazas. El niño permaneció inmóvil y despaciosamente buscó su gomera en el bolsillo. Puso una piedra en el parche de cuero y estiró las gomas hasta tensarlas al máximo. La piedra acertó en el pecho de la rapaz y la dejó atontada. Con una curiosa mezcla de excitación, orgullo y mucho miedo corrió hacia el plumífero y fijó sus alas con ambas manos. En ese mismo momento sonó la bocina del Desoto convocando al reagrupe y retirada de exploradores. Al querer subir al transporte el padre Ygnazio intentó convencerlo que lo mejor era devolver al bicho a su medio. Pero el niño no pensaba hacerlo. Cómo desperdiciar ese momento… caminando victorioso por el pasillo del colectivo, ante la mirada de admiración de los compañeros.

El niño se acomodó en uno de los asientos dobles con su plumífero en la mano izquierda. Se inclinó para guardar el frasco de vidrio en el bolso y el chimango le mordió la oreja con saña hasta casi arrancarle un pedazo de cartílago. Turi soltó al plumífero por el dolor y el chimango empezó a revolotear causando pánico entre los pasajeros, hasta que encontró una ventana abierta y recuperó su libertad. Se quedó sin su trofeo, y eran muy poco consuelo los insectos y las vainas de algarrobas para la Mamama. Pero sobre todo se quedó con un marca triangular en la oreja que sería el disparador de esos cuentos que haría a sus hijos muchos veranos más tarde. Cuento que iría decorando y modificando cada vez que nos lo contara.

Del mismo modo que yo adapté este cuento. Ya saldrá algún hermano o tío aguafiestas que dirá: El cuento del chimango ocurrió en la villa Marista de Mar del Plata!. No me importa … a mi se me antojó ubicarlo junto a los morros de piedra roja de Ongamira. Fin.

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